Los estudios warburguianos han comenzado a desarrollarse en la Argentina con una intensidad apreciable y procuran abarcar aspectos de la historia artística y cultural de Latinoamérica que estuvieron, hasta el presente, alejados de ese tipo de enfoque. El método de acumulaciones asociativas y autónomas de imágenes, así como la reactualización teórica de los fundamentos antropológicos de los procesos culturales que exploró Aby Warburg, alimentan hoy dos trabajos doctorales de jóvenes investigadores vinculados al Centro que se ocupan de los siguientes temas: i) el análisis de anteportadas y portadas grabadas en tratados científicos y libros de historia de los siglos XVII al XIX con vistas a la determinación de dispositivos iconográficos particulares de significado; ii) la historia de la magia en la Argentina del siglo XX y la ofensiva antimágica del aparato judicial del estado en sus embates contra el curanderismo, las supersticiones y las sectas esotéricas. El trabajo de investigación del director del Centro indaga el problema de la extrapolación de las nociones de Nachleben y Pathosformel a los casos de la representación de genocidios (especialmente la Shoah ) y a la dialéctica entre las artes amerindias prehispánicas y la pintura sudamericana contemporánea.
** Tantas son las dificultades de erudición y rastreo en la larga duración que plantea el uso de la categoría warburguiana de las Pathosfomeln que aún parece lejano el momento en que podamos disponer de un atlas Mnemosyne lo suficientemente exhaustivo y completo para la civilización euroatlántica y sus raíces clásicas. Cuánto más han de aumentar nuestras perplejidades si dirigimos la mirada hacia las civilizaciones no-europeas, y permítasenos el abuso de incluir entre ellas esas enormes y autónomas configuraciones culturales que van desde la civilización india o la sino-japonesa hasta las producidas por las sociedades americanas anteriores a la conquista. Comprobamos de inmediato que el hallazo mayor y obsesivo de Warburg sobre la centralidad de la ninfa, como la Pathosformel privilegiada del Mediterráneo antiguo y de la Europa renacentista y moderna que condensa y transmite la experiencia físico-emocional del dinamismo de una vida joven, nada menos que ese descubrimiento clave para la comprensión de la vida histórica europea y americana moderna carece de toda relevancia en el horizonte de las grandes civilizaciones del Asia. Si bien el topos de la danzarina en la pintura y en la escultura hinduistas podría hacernos pensar en un cierto parentesco con la ninfa de Warburg, muy pronto caemos en la cuenta de que se trata de una construcción formal diferente, dominada por el entrecruzamiento complejo y sinuoso de los elementos corporales de una mujer joven, por una trama que despliega fuerzas visuales centrípetas completamente antagónicas respecto del carácter centrífugo que poseen los ademanes y los movimientos de la ninfa. Lo paradójico, en el caso de aquella danzarina, es que su concentración funciona a la manera de vector emocional de una experiencia contemplativa y finalmente extática de lo sagrado. Hay una relación muy débil o sólo superficial de forma y significado, entonces, entre la bailarina de la India y la ninfa griega. Si exploramos la historia del arte de China, allí sí que no encontraremos ningún modelo de representación de una mujer joven que se parezca en nada a nuestra famosa criatura warburguiana, aunque existe por cierto una fórmula de gran pregnancia y perduración cultural para representar a las muchachas, tiernas a la par de perspicaces, reservadas y delicadamente expresivas. Claro que, de llegar a componer tales imágenes una Pathosformel de la civilización sino-japonesa, la emoción transmitida se ubicaría, en cierto modo, en los antípodas de la desencadenada por la visión de la ninfa: de las aristócratas de la dinastía T'ang a las geishas de Utamaro y de Eishi, la joven del lejano oriente suscita, más que el recuerdo del movimiento expansivo, gozoso o desenfrenado de la adolescencia, el temple anímico de calma y concentración propio de la vida doméstica, de las labores cotidianas en el palacio o en la casa, a lo sumo de los placeres secretos y silenciosos del amor, sabiamente ejercitados.
Cuando observamos las culturas americanas prehispánicas, nos parece aún mayor la lejanía de sus representaciones respecto de aquella primera Pathosformel que resultó fundante en la construcción historiográfica de Warburg o de cualesquiera otras que han ido componiendo el atlas inconcluso de Menmosyne de la civilización euro-atlántica. El efecto se acentúa, por supuesto, a medida que pasamos del arte de los pueblos de Mesoamérica al de los pueblos andinos, y en la operación de ese tránsito captamos que la prevalencia de la geometría en las formas figurativas de los Andes es un factor decisivo en el extrañamiento creciente de la teoría warburguiana del arte y la cultura que experimentamos, a punto tal de preguntarnos si acaso la categoría de Pathosformel tiene alguna utilidad en el nuevo horizonte de trabajo. Pero nuestra alarma (puesto que es algo más que una desorientación lógica lo que nos aqueja en ocasiones semejantes) se torna casi desesperación apenas caemos en la cuenta de que aquella comprobación del papel de la geometría y de la no figuración en la crisis de validez epistémica de las Pathosformeln nos empuja a un marasmo si pretendemos analizar con ellos el arte de las vanguardias euroatlánticas del siglo XX, para las cuales la superación de las representaciones transitivas y figuradas hubo de contarse entre sus propósitos recurrentes. De modo que, llegados a este punto, ¿deberíamos archivar la categoría de la Pathosformel y resignarnos a un relativismo metodológico que separase nuestro examen de las artes en la civilización euroatlántica entre el Medioevo y el 1900, para el que aquel molde tendría vigencia, del estudio de las civilizaciones no europeas, especialmente de las prehispánicas, y mucho más todavía de la comprensión histórico-estética de las vanguardias del siglo XX? No declaremos sin otros ensayos nuestra derrota. La obra de Warburg y de sus herederos en el Instituto que lleva su nombre tiene una solidez historiográfica que bien merece los esfuerzos de nuestra parte por analizar el problema de la aplicabilidad de la Pathosformel más allá de los límites culturales y temporales señalados.
Es posible que, si trascendemos el plano de las formas de representación y apuntamos al papel de vectores emocionales que tienen las Pathosformeln , vayamos a dar a una capa más profunda del problema y hallemos una nueva base para proyectar la categoría hacia aquellos terrenos tan difíciles. Porque la configuración básica y a la par compleja de formas (representativas hasta ahora) y significados que, en contacto con nuestra sensibilidad, induce una respuesta psíquica de sentimientos y pasiones, cultural e históricamente creada, determinada, condicionada, es al mismo tiempo, y más que nada, un mecanismo de la memoria. Me explico, la captación de una Pathosformel integra, de modo fundamental, el conjunto de prácticas y entrenamientos por reiteración, con los cuales una sociedad (una civilización, en una perspectiva "macro") educa y entrena a sus miembros, desde muy pequeños, en la captación y asociación de formas y sentidos. La Pathosformel se instala, en un tiempo histórico delimitado y preciso, en la memoria de los individuos porque, en un tiempo anterior de la sociedad a la que ellos pertenecen, ese conglomerado formal-significante fue construído, exhibido, repetido y probado en cuanto a su eficacia para producir una emoción colectivamente compartida. Y luego de su primer tramo de instalación, el conjunto perceptivo-cognitivo-emocional fue utilizado una y otra vez a lo largo de la historia de aquella sociedad o civilización, de manera que, por extrapolación, resultaría admisible para el caso hablar de una memoria histórica. Tenemos, de tal suerte, un objeto cultural hipotético -la Pathosformel - que, apoyado sobre los extremos de la memoria individual y la memoria colectiva, situaría su origen en un momento determinado, para luego discurrir en los tiempos de larga duración y en los espacios ondulantes y metamórficos donde se despliega una civilización. Pero volvamos al fin de nuestros desvelos, es decir, a bascular también nosotros entre las artes de los pueblos andinos prehispánicos y el arte abstracto y geométrico de las vanguardias contemporáneas. Bastaría quizás con que descubriésemos a un lado y otro de semejante foso temporal, estético e histórico, ya no sólo representaciones transitivas, esto es, biunívocamente figurativas de una realidad externa a ellas mismas, sino configuraciones formales significantes y aptas para desencadenar sentimientos y pasiones compartidas. Cobrarían, de tal manera, valor historiográfico los núcleos emocionales de esos conglomerados, figurativos o no, que podríamos inventariar y perseguir a lo largo de sus modificaciones en el tiempo. Habríamos reencontrado la categoría de la Pathosformel en un estadio anterior al de las representaciones primordialmente transitivas.